No hemos sido un pueblo de cuidada gastronomía callejera. Quizá nuestra máxima muestra sean los churros, nacidos en un antagónico escenario como es el campo, al albor de los pastores de ovejas. Otros ejemplos son más circunstanciales: comida para el entretenimiento como los vetustos y resbaladizos altramuces, las paperinas de patatas chips o los frutos secos como pipas o almendras; o la ligada a tradiciones religiosas o estacionales como los puestos de castañas y boniatos que en otoño ocupan esquinas de Barcelona. Sin embargo, en ningún caso son platos elaborados más allá de algún memorable puesto de bocadillos sin mesas. Podemos desayunar o merendar en la calle, pero no somos ni de comer ni de cenar en ella. Lo nuestro es sentarnos y no perder jamás el hábito de la sobremesa, por ínfimo que sea.
Quizá por todo ello la llegada de corrientes foráneas de cocinas sobre ruedas haya obtenido un impacto tan inesperado como grandilocuente. En menos de un lustro los food trucks han sido responsables de un cierto cambio de paradigma en el sector, con tal aceptación que hasta la Real Academia de la Lengua ha buscado con urgencia su etimología homóloga: gastroneta.
Lo mejor de habernos incorporado tarde a este fenómeno que aúna street food y food trucks es que no ha nacido tanto como necesidad (no son el resultado de núcleos laborales alejados de zonas de restauración, por ejemplo) sino como gusto y atracción al producto en sí y, seguramente, a la filosofía. Esto representa que en esta época el comensal reclama y el elaborador cumple con un equilibrio entre la suculencia, la fusión de técnicas exóticas y el compromiso de producto de proximidad en un entorno más comunitario y/o versátil. En resumidas cuentas: el “bueno, bonito y barato”, pero en otro contexto. Es la evolución de los mercados, muestras y ferias temporales y nómadas.
En Barcelona la progresión ha crecido de forma geométrica. Oferta y demanda se han multiplicado en un tiempo récord. Es como si todos hubiéramos estado esperándolo. Cuenta la periodista gastronómica Rosanna Carceller en su reciente libro “Food Trucks. Cocina sobre ruedas” que el primer festival de Street food data de solo tres años atrás y que reunió 6 o 7 gastronetas y 20.000 visitantes. Solo un año después el público que acudiría al Van Van Market celebrado en el céntrico Parque de la Ciutadella se multiplicó por diez. ¡Por diez! En tan solo unos meses esa idea había conseguido convocar a 200.000 personas.
Una cifra similar a lo que otro de los decanos, el Tast a la Rambla, logra reunir al final de nuestra avenida desde hace dos ediciones. En su caso, la cocina no monta sobre ruedas, sino que innova en algo rompedor: convencer a los mejores restaurantes, algunos con estrella Michelin, en sacar sus fogones a pie de calle y ofrecer a los transeúntes uno de sus platos en clave de tapa a precio sin competencia; una manera de democratizar la alta gastronomía traducida en el idioma del street food.
Si hiciéramos un resumen de los dos tipos de la nueva gastronomía de calle y sobre ruedas dividiríamos en dos. Por un lado los que son “spin off” de establecimientos sedentarios: Ceviche 103 y sus platos peruanos, nikkei y chifa; Chök y sus locuras chocolateras; las hamburguesas de El Filete Ruso; la cafetería moderna y ambulante de Nomad; las butifarras que se abren a todas las culturas del chef Carles Abellán con su Yango; y, cómo no, la Xurrova de Comaxurros, que da un giro a nuestros estimados churros. Por otro lado, los que nacen ya al volante como los señores bocadillos de Caravan Made, las croquetas de mil sabores de Reina Croqueta, los ahumados espectaculares que abanderan Rooftop Smokehouse o el patrimonio gastro-callejero mexicano que difunden en el Corazón de Agave. Ejemplos que funcionan, que se atreven, que fusionan, que gustan y que son perseguidos en cada festival que pisan.
El problema con el que se enfrenta este tipo de gastronomía es la normativa. Una vez más el caso se avanza a la legislación. El Ayuntamiento dicta cinco criterios resumidos en: no suponer la competencia desleal a los locales edificados, potenciar la oferta del espacio, jugar con el producto de km0, que dinamice al propio barrio y que genere puestos de trabajo. Fáciles de conjugar no son, por ello Carceller apunta diversas paradojas, una de las cuales está ejemplificada con los modelos más tradicionales: las churrerías y los puestos de castañas. El primero no expende más autorizaciones y está en peligro de extinción. El segundo sí las recibe, pero no obtiene solicitudes para abrir nuevos. Además, la movilidad supone un problema, pues no hay libertad de estacionar donde la gastroneta quiera, porque ha de esperar todos los permisos del districto. Lento y lleno de trabas. Por todo ello, los interesados sólo pueden unir fuerzas a través de las asociaciones. Crear sector para lograr ser escuchados, para conseguir la libertad de derrocar las paredes y hacer crecer nuestra cultura (y economía) gastronómica.
No podemos aparcar el paladar, ¡vamos!